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Del libro Bandada de Pájaros

Bandada de Pájaros

Aún falta, mi reina          

El sudor chorreaba por su cara, y la espalda ya había mojado su vestido de seda verde. El marido, sentado a su lado, sudaba aún más pero insistía en dejarse puesto el saco y la corbata. “Ridículo”, pensó. Él la miraba constantemente, como quien espera agarrar a alguien en falta. Con un vaso de cola en su mano ella sonreía levemente a quienes la saludaban. Él tomaba whisky como corresponde a un hacendado. Tenía la barriga llena de licor, pero no se le notaba. Ella sintió una patada por debajo de la mesa al mismo tiempo que él, sonriendo suavemente, le decía:

– ¿A quién mirás?

– A nadie.

– ¿No te querrás pasar de lista?

– No. No me paso.

– Conmigo no se juega –dijo jalándola de la mano para bailar. La marimba orquesta tocaba una cumbia. Todos bailaban. Él la abrazó con fuerza. La sofocaba.

— Estas muy linda. Este vestido verde es mi preferido porque   va con tus ojos.

Ella trató de separarse. No pudo.

Cuando apenas terminaba de tocar la marimba, un joven vestido con una camisa muy blanca se acercó:

– Don Juan, ¿me permite bailar con su señora?

Los que lo oyeron voltearon a ver. No podían creerlo. Uno de ellos dijo: “Debe estar loco”.

–No, joven, mi esposa no baila.

Luego miró a su mujer, le sonrió suavemente y la hizo salir del salón. A ella le dolió el brazo. Pensó: “! Otro morado!” Afuera, junto al carro, le dijo: “Bien decía mi tata que las perlas no son para los coches”. Con un gesto le ordenó que se quietara los zapatos. Llovía.

– ¡Caminá! Te va a caer bien, mi amor. Un poco de ejercicio a las dos de la mañana es saludable. Adelante, preciosa.

–No Juan, ¡por el amor de Dios!

– Caminá, mi cielo, yo te alumbro.

Él se subió lentamente al carro, lo encendió. Puso las luces altas

–Un, dos, un, dos, agarrá el paso. Un, dos, un, dos… Una carcajada acompañó el sordo sonido de la 4X4.

Ella aminó. Él inició la marcha del carro, y la siguió despacio, muy despacio.

La carretera que conducía hacia la casa estaba hecha un pantano. Sus pies se hundían entre el lodo haciendo difícil y lento cada paso. Él manejaba como quien tiene todo el tiempo del mundo. Escuchaba un CD de música ranchera. Adelante ella pensaba y recordaba. Su boca seca, al principio apretada, ahora aspiraba a bocanadas, como para tomar fuerzas. “Se acabaron las lágrimas —pensó—, ya no me hacen falta”.

Por fin llegaron a la casa. La entró. Le acercó la boca maloliente al su oído al mismo tiempo que susurraba: “Aún falta, mi reina: un baño y lista”. Se rió, palmeándole su nalga. Despacio, se sirvió un trago y se lo tomó despacio. Luego se sirvió el otro y caminó hacia el cuarto de ambos. Abrió la puerta. Entró. En ese momento se escucharon seis disparos.

Al día siguiente la policía encontró sangre, mucho lodo, y el cuerpo del tendido.

Ella, sin pensar más, se había ido a algún lugar desconocido, y empezó a quitarse el lodo, despacio, muy despacio.

 

 

 

 

 

Podría

–¿Vienes a acostarte? — me dijo.

– Sí, solamente termino esto — contesté.

Me quedo parada aquí, en la cocina, y pienso: podría decirle que me siento mal, que me duele el cuello, que el doctor me dijo que necesito reposo, que agitarme me hace daño. O podría decirle que nuevamente tengo lumbago; que mejor mañana; que ya es tarde y que tengo que levantarme temprano; que los niños están en el cuarto de al lado y nos van a oír. Podría decirle que tuve jaqueca todo el día; que me duele el estómago; que tuve diarrea y que me siento débil. Podría quedarme aquí hasta que se duerma. O podría decirle simplemente que estoy harta, que esta no es una cruz, como decía mi mamá. Que se busque otra, que quiero estar sola. Que odio su olor; que renuncio a sentirme obligada; que ya no hay encuentro; que se acabó la magia. Podría decir simplemente no, sin sentirme culpable. Podría salir corriendo. Podría perderme.

 Respiro, subo una a una las escaleras y no se por qué pienso en María Antonieta. Pobrecita, cómo se sentiría cuando caminaba hacia el cadalso.